lunes, 14 de junio de 2010

Jugando con Dios

Es increíble la importancia que le damos a que nos quieran los demás, y al qué dirán.
Cómo puede afectarnos que no nos aprecien o incluso nos devuelvan un feo reflejo de nosotros mismos que no esperábamos.

O peor todavía, que sí esperábamos pero no podemos o queremos cambiar.
Por eso nos esforzamos y hasta forzamos por mostrar ese punto que sabemos atractivo, de la misma forma que nos prohibimos sacar a la luz esas vergüenzas tan poco halagüeñas. Fu, ¡menudo estrés!

De condición chapucera, pasota, casi idealista, también me veo muchas veces inmersa en ese suplicio adaptativo para ser querida. Y es que no es difícil, llegado el caso, basarnos en victimistas coartadas para abandonar nuestra esencia primera y unirnos sin culpa, cómoda y pragmáticamente, al bando del atractivo enemigo.

La mayor coartada que casi todos tenemos es que, quitando los cuatro encaprichamientos que inspiramos a partir de la adolescencia, nunca nos sentimos queridos o admirados por nadie, ni por los padres siquiera -oh, mundo cruel-. Desde bien pequeña yo le preguntaba a la mía para qué había tenido hijos, con lo bien que hubiera estado ella sola. Y es que siempre fui consciente de que las vidas de los padres se transforman en meros sacrificios existenciales para, a través de sus creaciones, obtener la ingenua y redentora oportunidad que les permita mejorar, y de paso encontrar sentido a su existencia. Qué atrevidos y osados los padres, jugar a ser Dios.

La Nothomb, en su Biografía del hambre, habla del choque que supone para un niño darse cuenta de la necesidad de seducir hasta a su propia madre. Yo, como tenía más que asumido que nunca llegaría a hacerlo, no veía mayor problema. Pero pronto te ves obligado a aportar el suficiente atractivo si quieres tener amigos, ligues, trabajo, compañeros, éxito social. Y claro, como es la sociedad la que marca las claves de su éxito, nos dejamos llevar por los tramposos senderos que nos muestra: "Deja de soñar. Déjate explotar. Deja de pensar. Se feliz y normal".

Y así, sin pensar, para ser felices, normales y gustar, nos dejamos la ilusión y el dinero en e$tudiar para intentar adquirir cierto prestigio social; el orgullo y la vida en tRaBaJar, trAbAjAr, tRaBaJar para poder comprar y competir más y más; y la salud mental en gUstar gUstar gUstar gUstar.


Y luego que si ambigüedad, trastornos, anorexias, ninfomanías, que si doble personalidad ¿Todo por gustar? Nunca a la altura, siempre insatisfechos, apocados, desfasados, angustiados. (Que menos mal que se quita con salir a comprar, o a follar...)

Muchos años pensé ¿para qué molestarme en buscar trabajo, hacer amigos o amar?. A veces me sentía como una mascota. Apartada del mundo y la libertad a cambio de cierta tranquilidad, sueldo a fin de mes, una cama blandita, comida y ducha. Pero aún perdida, sin saber con qué dueño debía jugar.

Rodeada de existencias tanto o más perdidas que la mía. Enfermeras suicidas, alcohólicos, yonkis, cabreros, homosexuales frustrados y solitarios de sobremesa.


Un día ya no pude más.

Y así fue cómo comencé a buscar la libertad (y acabé en un cuarto de baño agarrando algo largo y caliente para gustar)

Continuará...




No hay comentarios: