martes, 16 de febrero de 2010

Los salvajes. La parada de los monstruos.




Todos los borregos, frikis o modernos, tienen puntos débiles donde atacar. A los frikis, en vez de seducirlos a base de temporadas primavera-verano, golfs, ikea y orgías, se les ofrece videojuegos, cómics, lápiz de ojos y merchandising cultural. Hay ondas clonadoras-consumidoras para todos los gustos... Sea como sea, tengo que reconocer que los clones frikis me gustan mucho más que los clones modernos por razones de afinidad, además de por ese puntillo de rebeldía tan encantador. Si bien es verdad que me resulta algo molesto seguir sin comprender qué ideales llevan a los Emo a dejar crecer sus flequillos hasta la invidencia, cómo se financian los otaku tanto videojuego y sashimi, o qué narices reivindicarán los más oscuros con las automutilaciones y las reuniones satánicas. Me imagino que la necesidad de todo borrego de ser querido, respetado y aceptado por sus semejantes les lleva a mimetizarse inevitablemente con los de su entorno, sean los clones que sean los que les toque en suerte, o tengan las rarezas que corresponda.

Por eso, teniendo en cuenta que el entorno abarca cada vez más mundo, no es de extrañar que ya haya clones-borregos tanto modernos como frikis lo mismo en Nueva York, que en Rusia, Ecuador, Filipinas o Tomelloso. Ya mismo la única emoción de la novedad, típica de los viajes o los encuentros con extranjeros, será saber a cuánto venden allí el bigmac o la nueva trenca de zara. Y me temo que cada vez más serán excluidas las personas minusválidas o malformadas, los enfermos mentales o biológicos, los drogadictos, los de personalidad o trayectoria vital desviada, los fracasados... No sé muy bien si porque son consumidores de baja gama, o porque la careta de felicidad y belleza clonada que cubre la realidad real sigue haciendo parecer a los que salen de lo normal monstruos que conviene ocultar por el peligro que conlleva para los clones borregos ver la realidad tal cual es.

A mí nunca me gustó adscribirme a ninguna clase o grupo determinado, lo mismo me pongo ropa de chico, que vestiditos, que rayas azules con cuadros verdes; me gustan por igual Rocío Jurado que Pat Metheny, y tengo amigos de todos los estilos y edades. Como no tengo ningún rasgo que a primera vista me pueda identificar ni como borrega moderna ni como borrega friki ni como monstruo, algunos me llaman rara, un insulto cuya causa y acepción no consigo concretar. ¿Se es raro por no consumir a la moda, o no gustarte las diversiones al uso? ¿se es raro por preferir otros modos de vida, u amigos más diferentes e interesantes? ¿se es raro por no querer follar a diestro y siniestro, o por creer aún en el compañerismo y el amor?.

 


Si acaso, al único que no puedo rebartirle mi rareza es al refranero y su dime con quién andas, porque me he juntado con cada personaje... Cuando estaba en el instituto, por ejemplo, mi pandilla se componía de: un fan de star treck de dos metros y unos 200 kilos con disfraz incluido; una chica que decía hablar con la Vírgen, cuya vidente madre decía ser la reencarnación de Nefertiti; una actriz con doble personalidad y una pistola en el bolso; una chica sin brazos; un fetichista de pies; un chico transexual; un pastor evangelista; una maruja que nos sacaba diez años, tenía las uñas de dos kilómetros y siempre llevaba el mismo vestido embutido; y yo.

También fuí muy amiga de una señora que creía mucho en los ovnis y las experiencias paranormales. Juntas escuchábamos al entonces desconocido Iker Jiménez, y lo mismo fumábamos sabia divinorum a ver si se nos desarrollaba la sensibilidad, que nos íbamos a un posible avistamiento con la nevera y los bocatas.

Otro de mis buenos amigos era un croata despapelado que viajaba por el mundo con un montón de pelis y una parrilla como equipaje. Vivía en el barrio de mi ex, y mi suegra se llevaba las manos a la cabeza cada vez que me iba a su casa. -Qué rarita eres, ayyyy, qué rarita eresss-, me decía preocupada. El hombre no tenía amigos en el barrio porque -a pesar de medir metro y medio y no haber roto nunca un plato- la gente asociaba su nacionalidad a algún tipo de red criminal. Y joe, lo único que hacíamos era zamparnos unas lubinas a la parrilla de la hostia y contarnos muertos de risa nuestras vidas a la candela de unos porrillos...

Desde luego, sigo prefieriendo buscar más emoción de la que se tiene siendo clon-clon, y aunque ya es imposible ser rebelde, lucho por conseguir algo parecido y me quedo con los pocos que también están en el intento. Además, prefiero seguir viajando por la vida siendo consciente del viaje aunque no sirva para nada, y bajarme siempre, sin dudarlo, en la parada de los monstruos.

 

 

lunes, 15 de febrero de 2010

Los salvajes. Parte 1: ¿Sueñan los borregos con clones libertadores?

 

Que la clonación iba a impregnar la idiosincrasia de la sociedad global es algo que se venía venir desde hace mucho, aunque no de la forma anunciada por la literatura y el cine del siglo pasado. Por culpa de esas artes creía yo de pequeña que allá por el 2000 se podría ir al súper a por un Epsilón apañao que ayudara en las tareas domésticas, o a una agencia de contactos para adquirir un Nexus-6 (p)al gusto. Lo que nunca imaginé es que, llegados a estas alturas, los clones íbamos a ser nosotros.

Me imagino que, mas allá de moralinas y probetas, fabricar clones humanos para su explotación comercial salía mucho más caro que convertir en clones a los que ya estábamos nacidos, y como la maximización de beneficios es la que manda... Puede que, para no levantar las sospechas de los más espabilados e insomnes, y seguir escatimando gastos, decidieran pasar también de la hipnopedia. ¿Para qué, teniendo los medios de comunicación y la psicología? Es mejor delinquir con naturalidad... Así, los bombardeos de los mensajes clonadores que se instalan en nuestro software empezaron a viajar a plena luz del foco en forma de sonrisa de telediario, anuncio de cereales, reality malrrollero o serie adolescente.

Al igual que en la visionaria novela de Huxley, pocos han escapado de la perversa y altamente eficaz influencia que lleva a participar de la básica doctrina del consumo-bienestar. La gran mayoría de seres humanos se rindió, suprimiendo la parte más molesta de su capacidad intelectual en pro de la placentera posibilidad de limitar sus funciones a producir y consumir. Casi como Dolly, vamos, borregos que más allá de las tareas diarias de producción y consumo sólo tengan que preocuparse de tener los rizos monos para ligar y procrear, y de ir a comprar un poquito de drogas para sobrellevar la angustia del sinsentido.

Entre tanto clon, los pocos que marcaban alguna diferencia por ínfima que fuera recibían como mínimo el despectivo calificativo de raros, algo así como los salvajes del Mundo Feliz. Algunos renegaban de la clonación, bien por incapacidad para ser clon de primera, bien por soñarse en una posición de superioridad sobreviviente. Sea como sea, quien se atrevía a desobedecer las órdenes de las ondas clonadoras ponía su reputación en peligro y corría el riesgo de convertirse en un desahuciado social. Pero el Mercado, tan astuto como siempre, supo prever las carencias o rebeldías hormonales de algunos de los candidatos a borrego. Así, los hardwares más inconformistas, tarados, ingenuos, feos, idealistas o fantasiosos también pudieron encontrar cobijo en la redentora clonación. Fue así como nacieron los frikis.

Continuará...

lunes, 8 de febrero de 2010

Tiempos de Síndromes




Es un poco raro que fuera precisamente el desprendido Diógenes el filósofo adjudicado al síndrome del que padece acumulación. A no ser que los que ponen los nombres a los síndromes sean unos cachondos irónicos... Yo de síndromes no entiendo, pero me parece que eso de clasificar conductas, o meter por narices ciertos estilos de vida en el saco de los trastornos psicológicos es injusto, o cuanto menos simplista.

Mi mejor amigo también tenía la casa llena de cosas, hasta arriba. Si bien no llegaba a ser basura, sí tenía millones de trastos inservibles (al menos en un presente inmediato), por todas partes. Todo empezó por culpa de su padre, que a todo le veía utilidad y nada quería tirar. Me imagino que haber vivido tiempos de hambre y guerra, y tener ideales contrarios al consumismo insostenible, hacían mucho.

Además, aquel ambiente diogeniano pasaba desapercibido por el carismático y oscurillo tono de un hogar estancado en los 70: el mismo sofá, los mismos azulejos, los mismos cuadros, las mismas cortinas, la misma cocina, la misma vajilla, el mismo baño..., hasta la misma ropa seguía rondando por aquella casa después de muchas décadas. Es más, alguna que otra camisa de cuadros adquirida por ellos en los 80 había pasado a mis manos en mi época machorrilla de los 90, para volver a ser usada por ellos de nuevo en el 2000, y volver a mis manos ahora que vuelven a estar de moda los cuadros. Pero eso se llama aprovechar las cosas, ¿no?.

La cosa es que, aunque ya estuviéramos acostumbrados a ver la casa así, aquello normal tampoco era. Había llegado a acumular por toda la casa un MONTÓN de cacharros y recambios de maquinarias, cientos de tornillos, decenas de latas, tubos, botes, muelles, cuerdas, cubos, tarros de cristal,..., de todo.

Reconozco que a mí me encanta ese rollo. De hecho yo misma soy de las que lo colecciona todo, desde los tornillos o hojas raras que encuentro hasta las conchas o piedras bonitas de la playa. Recojo de la calle todo lo que veo bonito o creo aprovechable, con la ilusión de poder comprarme un terreno algún día para construir una catedral para ateos, de esas recicladas. Además, soy casi incapaz de tirar los tarritos de cristal de los yogures, o pasar de largo delante de muebles o juguetes puestos en la basura.

La cuestión es que en casa de mis amigos ya se hacía difícil vivir cómodamente. El padre, para colmo, hasta había dejado de consumir alimentos que él consideraba un lujo. Pero no lo hacía por no gastar, ya que a sus hijos les llenaba la nevera (también de los setenta) con lo mejor. ¿Sería por solidaridad con los que pasan hambre?, ¿sería por ser consecuente con sus ideales? No sé por qué lo hacía, pero rechazaba cualquier comida rica o capricho, y con un cacho de pan duro y el tomate que antes se fuera a poner malo parecía contentarse.

Quizá sí estuviera enfermando de algo, no sé lo que dirían los psicólogos. A mi me da que tenía carencias afectivas, que estaba harto de tanto luchar, y que no le encontraba sentido a su trayectoria vital. Quizá abandonarse de tal modo era su forma inconsciente de revelarse contra la propia vida. ¿También se considerarán enfermas las marujas que coleccionan millones de figuritas de porcelana y fotos de comunión? ¿y las que compran compulsivamente en las tiendas de los chinos o en los centros comerciales? Supongo que será como cuando queremos solucionar la soledad, la tristeza, o estar perdidos a base de lexatines, comida, internet, o sexo compulsivo... No tiene mucho sentido. Está todo tan disfrazado, tan esterilizado y tan planchado que todo lo que huela a vida parece haberse vuelto antinatural...

¿Por qué pensará la gente que voy a enfermar cuando me como una gominola que se me ha caído al suelo, cuando la pulcritud exagerada es lo chungo? ¿por qué huiremos de las personas que duermen en los cajeros, cuando habría que tener miedo a los que trabajan dentro?. ¿De qué sirve tanto ir al psicólogo o el psicoanalista sino para darse una excesiva y egocéntricamente peligrosa importancia a uno mismo? El mundo ha perdido el norte... El otro día, por ejemplo, mi amiga la psicóloga recibió como pciente a una chica preocupada porque a veces estaba triste. Nos ha jodío.

Ahora, hacia el final de sus días, el padre de mi amigo ha tirado todos los trastos, aunque a veces se acuerde de ellos. Ha adecentado la casa, ha puesto pintura de colores en las paredes, muebles nuevos... Yo creo que por fin ha conseguido asimilar que la vida es así, tierna, dura, triste, alegre o difícil. Ha aprendido a dejarse ayudar, a compartir los problemas y las ansiedades. Pero sobretodo parece haber entendido la suerte de que la cosa sea tan simple: la única condición para vivir es esa, vivir.

Eso sí, sigue fabricando los ventiladores o los bastones con desechos de otras cosas, y las boinas con mangas de jerseys viejos; lleva la ropa o los paraguas de los años catapún, y a veces me sigue preguntando por qué no hipoteco aquella chaqueta de cuero de 2ª mano que le regalé en los 90 a su hijo, y que luego pasó a su otro hijo, más tarde al primo, después a mis hermanos, y ahora está la pobre desaprovechada en su armario.

Ays, estoy loca por él.

lunes, 1 de febrero de 2010

Ser o parecer

 


Tengo complejo de tonta. Y no es que me crea inferior o menos espabilada que cualquiera, es que sencillamente soy tonta. Lo peor es que no puedo evitarlo...

 

Todo empezó cuando me dí cuenta desde muy pequeña que siendo así, tonta, era todo más fácil. Hacerme la tonta me servía para engañar a mis semejantes y llevarlos a mi terreno, o que hicieran por mí lo que me daba coraje hacer.

Así fue como empecé a evitar acciones odiosas como los trabajos manuales de la escuela, coser los bajos de los pantalones, liar los porros o arreglar el ordenador. Me importaba bastante poco quedar de inútil con tal de no tener que hacerlo, y quizá esa era la cuestión, que me daba igual lo que pensaran los demás de mí. Lo importante es saber quienes somos, ¿no?.

Luego comprobé que hacerme la tonta también me evitaba discusiones absurdas que sólo sirven para enfadarse o gastar energía. ¿Por qué empeñarse en hacer valer nuestra postura a toda costa bajando del burro al interlocutor? Sobre todo teniendo en cuenta que con el tiempo, según las circunstancias, no es raro que uno acabe tomando la postura contraria. Así que ante una posible discusión aprendí a usar el "bueeno..." y cambiar de tema, o simplemente callar. Me parecía de lo más aburrido rebatir y debatir, si total, somos como Dios nos hizo, y algunos incluso peor...

Pero lo que más me gustaba de hacerme la tonta era que me ayudaba a descubrir de qué calaña eran mis semejantes. Era una táctica infalible. Sobre todo a los que se pasan la vida batallando dialécticamente, no sé si para intentar engordar un ego flacucho, o por pura prepotencia. Cuando notaba que alguien intentaba aprovecharse de mi nobleza, en vez de darme mi sitio y ponerle en el suyo, prefería seguir haciéndome pasar por tonta y descubrir así hasta dónde podía llegar.

Por ejemplo, cuando trabajaba de camarera notaba que algunos clientes usaban un vocabulario más elaborado para reírse de nosotros pensando que no los entenderíamos. Yo, aunque los entendiera, les seguía el rollo poniendo cara de extrañada. Otras veces directamente nos intentaban hacer ver lo miserable de nuestra vida hostelera, inflándose como pavos reales ante la posibilidad de resarcir sus propios complejos y frustraciones. Angelicos, para qué quitarles la ilusión... Además, si notaban que tenías la suficiente cultura e inteligencia, entonces venían las caras de compasión por haber acabado en semejante escalafón socio-laboral, o las interrogaciones sobre la causa de semejante desgracia.

También me pasaba cuando salía de marcha. Al principio de la noche, aprovechando el comienzo del botellón para charlar con mis amigos antes de que estuvieran borrachos, me gustaba sacar algún tema de conversación más profundo, o animar la conversación haciendo referencias literarias o cinematográficas que vinieran al hilo. Pero en seguida me decían eso de "anda, niña, que estamos de juerga...", y tuve que empezar a hacerme la tonta y limitarme a emborracharme y sonreir. Algo parecido pasaba con los ligues. Alguna vez conocí a algún chico de estos que se creen la leche de listos, atractivos, interesantes y deseados. Esos que tratan a las tías como si fueran cachos de carne sin cerebro, a los que encandilar con cuatro cariñeos para usar de muñeca inflable y luego tirar, a ser posible con la autoestima por el suelo. En esos casos me encantaba hacerme la tonta y ver el rumbo que seguían sus tácticas manipulatorias. Dejaba que pensara que me estaba utilizando cuando en realidad era justo al revés. Luego, cuando se creía que ya tenía a la víctima en el bote, le decía suavemente al oído que esperara mi regreso del baño y me largaba del local.

Desde luego prefería guardar la energía de las discusiones o las defensas de orgullo para invertirla en analizar el comportamiento y la intención del semejante en cuestión. En el fondo era muy divertido, una rara mezcla de curiosidad sociológica, suicidio social y tontuna a la que, por desgracia, me acostumbré. Ya no soy capaz de arreglarlo, mi costumbre de hacerme la tonta ha arraigado tanto en mí…


Bueno, el otro día leí en "La elegancia del erizo" que a la protagonista le pasaba algo parecido... Fue todo un alivio comprobar que no soy la única, y ya lo dice el refrán, ¿no? Mal de muchos, consuelo de tontos...

¿veis? si es que soy tonta, si ya lo decía yo...