viernes, 4 de mayo de 2007

La perdida





¿Habéis barajado alguna vez la posibilidad de que cualquiera os pueda leer la mente? Qué sensación más horrorosa, por Dios.

Hablando de Dios, con él fue con quien me introduje en esta experiencia cercana al existencialismo. Fue durante la catequesis, con solo siete añitos tenía que ir tres tardes por semana a la parroquia, que estaba en el quinto pino, a escuchar las tonterías que nos contaba la ñoña de la catequista. Por el camino intentaba concentrarme por todos los medios para dejar de cagarme en Dios y los doce apóstoles, no fuera a ser que El padre consiguiera adivinar mis pensamientos. Y es que, aunque estaba casi segura de que su existencia era un cuento chino de los curas, por si las moscas no quería que se fuera a enfadar conmigo y me mandara algún castigo aún peor que aquellas largas y aburridas tardes de oración.

Pero vaya si lo hizo. Pronto la señorita Rotenmeyer llamó a mi madre para decirle que mejor repitiera los cursos de catequesis, puesto que aún era demasiado pequeña para hacer la comunión.
-¡Mierda! ¡Lo sabía! Dios ha conseguido enterarse de todas las injurias que le he echado-
Así que, apenada y aplicada, tuve que soportar otro invierno más de adoctrinamiento católico.

Pasó el año y en esta ocasión fue el cura el que llamó a mi madre. Le dijo que no me veía capacitada para recibir el cuerpo de Cristo, porque no había conseguido aprenderme ni los diez mandamientos, y porque tenía una forma de pensar bastante cercana a la herejía.
Mi madre, fuera de sí, ayudó poco a la causa mandando al cura al diablo, por lo que Dios, que también escuchaba todas las conversaciones telefónicas, me aumentó la pena a tres años.

Ya estaba marcada para siempre. Se sabía que todos los repetidores del cole eran unos echados a perder, y yo para más inri era repetidora de catequesis. Sin comerlo ni beberlo me había convertido con solo ocho años en una perdida.

Por circunstancias de la vida ese año nos fuimos a vivir a otra ciudad -Mmmm, ahora que caigo, lo mismo fue Dios el que se encargó de trasladar a mi madre para quitarme de en medio...-
En la nueva parroquia todo era diferente, la catequista se apiadó de mí y pronto conseguí el pase para acabar con aquella condena de una buena vez. Pero quedaba la última prueba: la Comunión.

Me prestaron un vestido tres tallas más grande, y me agencié de un bolsito de esos pequeñitos de putilla cándida, y de un crucifijo enorme que le daba el punto ochentero a la vestimenta. Ya me veía berreando en latín para la ocasión, cual la niña de "El exorcista", dándole algún otro uso al crucifijo. Pero estaba equivocada: el día de mi comunión, en contra de mis expectativas, tuve una revelación.
Con todos aquellos desconocidos vestidos de blanco, las velas, el olor a incienso, y la retumbante voz del cura que se mostraba frente a mí colosal y bondadoso, perdonando mis pecados, me sentí como Tom Cruise en "Eyes wide shut", excitadamente aturdida, tanto que caí rendida a las redes de la parafernalia eclesiástica y me dejé inundar por el éxtasis celestial hasta el punto de cogerle el gustillo a aquello.

Tanto fue así, que a los pocos meses decidí apuntarme a la catequesis de postcomunión. A mi madre le iba a dar algo a la pobre. -Que rarita me ha salido la niña, joe. ¡Pues no se me ha vuelto beata despues de tó!-

Pronto descubrí que mi dualidad existencialista era la que provocaba tal amor-odio por la Iglesia. Me encantaba ir a la parroquia, y amaba profundamente a mi guía espiritual. Bueno, en realidad es que era el único sitio donde soportaban mis desafinados cantos sin mandarme a callar, y podía darle un beso a los chicos más guapos del barrio -que fichaba a la entrada de misa- cuando por fin decía el cura eso de "dense la paz". Además, no podía olvidar el hecho de que estaba locamente enamorada del catequista. Era un hombre de cincuentaytantos, con barriga y pelos en la nariz, pero Dios quiso ponerme en su camino, y yo no podía negarme a la providencia divina.


Los domingos por la mañana una fuerza irrefrenable me despertaba temprano para conducirme a misa. Tras varios minutos de duda en el quicio de la puerta, me armaba de valor para mandar al carajo mi lucha entre el bien y el mal, y entraba. Pero pasaron los años y llegó la época esa en la que siempre es primavera. Volvieron a mí los malos pensamientos sobre Dios, esta vez escandalosamente impuros. Debía rendirme a mi sino, era una perdida.

Como Catherine Deneuve en la buñueliana "Belle de jour", miraba al cristo colgado en la cruz y de repente acudían a mi mente un sinfín de fantasías depravadas que buscaban atormentarme y llevarme hacia el lado oscuro. Estaba claro, en aquellas circunstancias -enamorada de un catequista, y montándome escenitas subidas de tono con el Señor-, iba a ir directa al infierno de la depravación, algo un poco peligroso para una recluta impúber.

Pero finalmente me dí cuenta de que todo aquel juego mental no solo no era peligroso, si no que era lo mejor que me había podido pasar. En aquel mundo aburrido de regañinas, sermones, clases de historia, y tardes con la vecina, podía divertirme como quisiera modelando la visión del mundo a mi forma.

Hoy todavía siguen acudiendo a mí por donde quiera que voy las injurias, los pensamientos impuros, incluso las mofas crueles a pobres inocentes. Y aunque a veces me resulta angustioso pensar que alguien pueda leerme la mente... que bien me lo paso montándome numeritos con el carnicero esperando mi turno, torturando al dentista, descuartizando a mi jefe, riéndome de la coja de los cupones, o cagándome en Dios.