martes, 30 de junio de 2009

La insoportable estupidez del ser


Anoche una amiga mía -jodida porque un tío se había reído retorcidamente de ella- me preguntaba si creo en la venganza. A buena le fue a preguntar, con lo que me gustaría reencarnarme en superhéroa... Pero intenté sacar mi lado pacífico para decirle que no sirve de nada, que así eternizamos la maldad, que es mejor olvidar, que la mejor venganza es no dedicar ni un segundo de atención a esa gentuza...

-Vaaaale, ¿en qué has pensado? ¿cuando lo hacemos?

Qué le voy a hacer, mis dotes justicieras nacieron ya en la guardería, cuando le metía plastilina en los bocadillos a los chulos que nos pegaban a los más pequeños. En casa a mis hermanos les gustaba hacerme sufrir secuestrando a mi osito de peluche, quemandole el pelo a mis barriguitas o metiendo petardos en mi caravana de los clicks; para vengarme les ponía nocilla en los pantalones para que todos pensasen que se habían cagao, o les pegaba en las chapas de ciclistas la cara de candy candy para que sus colegas se rieran de ellos al sacarlas de la mochila en el colegio.

En seguida me di cuenta de que la venganza, aunque resultaba bastante satisfactoria y divertida, no tenía efectos prácticos. Si no conocían al autor de la fechoría seguían haciéndome putadas por creerme una debilucha, y si sabían de mi venganza seguían igualmente haciendome putadas porque les parecía divertido verme sufrir.

Parece que el ser humano tiende a abusar del menos favorecido por instinto, olfatea su rastro, busca su punto débil y lo pisotea en la sádica danza del poderoso. Otras veces le llega la oportunidad por casualidad, que aprovecha sin duda haciendosele los ojos chiribitas y la boca agua por tan preciada suerte.

Como se ve que esos animales solo aprenden a hostias, y había que demostrarles que yo era una rival potente, tuve que empezar a emplear la violencia. En el colegio me peleaba a patada limpia si algún espabilao intentaba colarseme en la cola del comedor; por muy repetidor que fuese o muchos cardenales que me dejase en las espinillas no se me colaba nadie porque no me daba la gana. Mis hermanos empezaron a pensarse dos veces eso de chincharme, por el genio que había echado la enana. Con solo siete años ni mi madre tenía ya valor para pegarme; la pobre estaba siempre de los nervios y tenía la mano ligera, hasta que un día me harté y guantazo que me daba guantazo que tranquila y fríamente le devolvía. Eso de poner la otra mejilla no iba conmigo, que además para algo era medio hereje. Y así nos podíamos estar a torta limpia hasta que aprendiese la lección: nadie iba a pagar sus frustraciones y mala leche conmigo nunca más.

Menos mal que enseguida me di cuenta de que aquel elemental mecanismo automático de ataque-defensa no me iba a llevar a ningún lado. Parece que la mayoría de los individuos lo seguimos, somos puramente viscerales, reptilianos paleocortianos que no hemos logrado unos niveles mínimos de madurez mental y emocional. Seguimos sin entender que la violencia -sobretodo la gratuita- no tiene ningún sentido. Y lo peor es que estos rasgos tan neanthertales se están fomentando en las sociedades actuales cada vez más. Si no por qué tienen tanto éxito series como House o Los Soprano, personajes malvados como Anibal Lecter y otros psicópatas, o programas del corazón basados en insultos y gritos. Joder, hasta en Operación Triunfo han tenido que introducir algo de caña con el ristof ese, porque si no no lo ve ni Dios. Mira que somos subnormales.

Mi amiga se enteró de casualidad que aquel chico que tan loca la tenía con sus altibajos emocionales y sus rarezas en realidad era un zumbado. El infeliz disfrutaba montándose numeritos de amor-odio con media ciudad con una exactitud de psicópata. Le gustaba inflarle el ego a las chicas, enamorarlas empleándose a fondo, para luego sutilmente ir haciendoles daño hasta dejarlas humilladas y a ser posible con la autoestima por el suelo. Cuando las afectadas supieron de sus macabros juegos y sus continuas manipulaciones, en vez de irse a por él empezaron a enfrentarse entre ellas como leonas en celo:

-No me extraña que la tratara así, con lo gorda que está y lo fea que es.
-La pobre, de pequeña la violaron, seguro que es una loca que exagera todo.
-Si es una simple peluquerucha... normal que la dejara para venirse conmigo.
-Es mío, a vosotras os tiene solo para desahogarse.
-Ahora entiendo por qué le gustabas, con la pinta de puta que tienes.
-Bah, si total, todos los chicos hacen eso. Lo importante es que a mí seguro que sí me quiere de verdad de la buena.

En vez de aliarse entre todas para darle una lección a ese chico y que aprendiese a no tratar así a la gente, hicieron todo lo contrario. Siguieron creyendo en sus manipulaciones y mentiras, me imagino que porque era más fácil eso que aceptar que se han estado riendo de una durante años...

Qué vamos a hacer, el pueblo tiene lo que se merece en todos los sentidos. Si todos esos que ejercen la maldad y la violencia gratuita recibieran el desprecio más absoluto y nadie los apoyara ni reforzara sus actos carentes de la más elemental empatía, sensibilidad y humanidad, otro gallo cantaría. Las cosas podrían funcionar mucho mejor, desaparecerían muchas de las mayores injusticias de nuestro tiempo, y por fin podríamos evolucionar como seres humanos con raciocinio que se supone que somos.

Lástima que sea tan complicado llegar a eso. Yo, mientras, sigo devolviéndole tranquilamente los guantazos a mi madre cada vez que se pone de los nervios, y puteando al que me putea antes de que se piense que puede pisotearme a su antojo.
Eso sí, de la venganza creo que voy a empezar a pasar hasta que no me reencarne en superheroa. Y de intentar reinvindicar justicia pasaré más todavía, porque por desgracia la mayoría sigue prefiriendo unirse al enemigo, ser el peor ciego por no querer ver, y hacer leña del árbol caído.

Propondré al Parlamento aunque sea cambiar el refranero popular a ver...

jueves, 11 de junio de 2009

Los buenos van al cielo, y los malos a todas partes



 

Que todos tenemos nuestro particular Mr Hyde no creo que sea una idea tan descabellada. Muchos se piensan bondadosos hasta el éxtasis, y quizá sea cierto en dos o tres casos. Pero a la mayoría de los que se reconocen como buenos sólo basta ponerlos en una situación injusta: seguramente sacarán su lado chungo para defenderse o vengarse de los perjuicios sufridos, eternizando la maldad.

Al menos a mí me pasa: aunque abogo por la paz y el amor suelo llevar siempre una escopeta por si las moscas, cargada y con el seguro quitado. Una vez, hace tiempo, alguien usó sus dotes psicopáticas para inflarse más aún el ego a mi costa de una forma bastante retorcida. Cuando lo descubrí no podía dejar de pensar en la manera de explotárselo cual hígado de pato, cortárselo en cachitos y luego comérmelo untado en el pan, tranquilamente acompañado de un rioja barato del mercadona, que no se merecía más. Y no era odio, era desprecio.

¿Qué hacemos entonces con los entes malignos que nos joden la posibilidad de funcionar pragmática y pacíficamente en sociedad? No sé, quizá haya que asumir que la maldad forma parte de nosotros, del juego de la existencia, y que de no ser por ella no existiría la bondad. Me imagino que somos marionetas en manos de un Dios digamos juguetón (por no decir sádico), que necesita de nosotros para sentir todos los estadios y estados posibles.

Pero ¿es la única forma que ha encontrado la energía divina de adquirir sabiduria? Sigo sin entender por qué, existiendo amén de la carne y las concreciones, los tiempos y las dimensiónes, no está capacitada para recordar y utilizar lo aprendido desde y hacia el infinito. ¿Será que ya tiene la suficiente sabiduría pero simplemente está aburrido de la sempiterna existencia? Quizá Dios sea una especie de Maquiavelo aburrido de siete años al que le han regalado el probetanova...

Sea como sea, parece que vivir es una de las pruebas que debemos superar para completar el ciclo del sentido de la existencia. Se supone que la energía se sirve de entes a través de los que reencarnarse en la rueda del Karma para alcanzar la máxima evolución. Pero, ¿es a través de las buenas acciones que se consigue la liberación? ¿Qué le ocurre a esa energía bondadosa tras liberarse? ¿la NADA?
Yo por ahora me quedo con la existencia que conozco, ésta, con su lado bueno, su lado malo, y también el regular. Me quedaré con el respeto hacia todos los entes (aunque tenga ganas de matar a alguno que otro), y dejaré de sentirme mal por querer más a mi perra que a mi madre. Al fin y al cabo todos somos parte por igual del Dios supremo, y por ende pequeños Dioses a los que hay que amar y respetar. Mientras, sin poder evitar los ensoñamientos existencialistas, le haré caso a Jodorowsky para consolar mi alma:

miércoles, 10 de junio de 2009

La metafísica de los cristales





En el colegio, muy pequeña, llevaba gafas de culo de vaso para poder divisar los escritos en la pizarra. Y aunque el hábito no hace al monje yo me sentía una gafotas, y cómo no también una empollona. En el recreo pasaba de irme al patio, había asumido tan bien mi personalidad que prefería estar en la biblioteca descubriendo nuevas lecturas. Cuando llegaba al barrio, en cambio, sentía que aquella forma de ser y parecer no se adecuaba a mis necesidades.

Hasta que un día, tras una excursión, mi hermano me dijo que estaba muy guapa y favorecida por los colores en las mejillas. ¡Milagro! pensé. Si éste -con el que me entiendo a patadas- me ha dicho eso...debo estar guapa de la hostia. Así que ese día hice una prueba: me quité las gafas para salir a la calle. Me busqué una ropa más femenina, me solté el pelo, y acudí al cumpleaños de mi vecina, donde no exagero al decir que algunos ni me conocieron. Una vez allí fui notando animada cómo conforme mi captación de la realidad iba disminuyendo mi autoestima se iba incrementando. Y no es que estuviera borracha ni nada -tenía 9, y no empecé a beber hasta los 12-, sino que el hecho de no ver tres en un burro hacía que tuviera que echarle mucha imaginación a la existencia. Y a mi en eso no me gana ni Dios...

Llegó un momento en el que, no sé ni cómo, parecía que me había transportado al final de "El perfume", solo que Suskind había cambiado aquella tarima mortal por la cabina de teléfonos de mi barrio. Cuatro niños me metieron allí con ellos y, entre esfuerzos por zafarme y gritos, me metieron mano por todos sitios. Nunca olvidaré la sensación: estaba flipando. No es que se me despertaran deseos desconocidos, fue más bien el hecho de sentirme tan deseada, que me hizo comprender la fuerza del ego y el poder de la autoestima.

Desde ese día no he vuelto a usar las gafas, claro, y bajaba a la calle como Rocky entrenando en aquellas escaleras: triunfadora. Todos los chicos querían salir conmigo, tenía que rodear mi puerta y entrar por detrás porque me esparaban siempre unos cuantos a la entrada del edificio. El perfume que emanaba y que tanto les atraía no era otro más que la confianza y el poder. Las niñas empezaron a pelearse por ser mi mejor amiga, los chicos discutían sobre a cuál había mirado primero...parecía increíble, y todo por unos cristales que en realidad me servían para ver con más claridad.

En el colegio, en cambio, sí tenía que llevar las gafas: desde entonces creo que tengo doble personalidad. Como en la peli "Angel: estudiante de día prostituta de noche", cuando llegaba el día me ponía el hábito de buenecita gafotas a la que nadie miraba. Hasta que empezó a revelarse la parte poderosa incluso allí, y empecé a ejercer de ambigua. Normalmente iba por el recreo con dos pavas secuaces defendiendo a los desvalidos, pero un día se me ocurrió hacer lo contrario. El juego se llamó "ángel y demonio": uno día defendíamos a los acomplejados, y otro les hacíamos unas trastadas que pa que. Los pobres pensarían que estábamos como cabras, y mis amigas fijo que también.

 

Ambas personalidades me atraían por igual y las llevaba a cabo con toda mi buena consciencia. Desde entonces soy así, buena-mala, comprensiva-intolerante, triste-feliz, malhumorada-cordial, guapa-fea, cegata-gafotas. Eso sí, cada día soy más consciente de que el secreto de la felicidad está en la ignorancia. Sí, cuanto menos veamos-sepamos, más felices y confiados seremos, mejor concepto del mundo y de nosotros mismos tendremos, y más disfrutaremos.

 

Aunque siempre podemos recurrir al sabio refranero popular para sobrevivir a la tan ansiada sabiduría: todo depende del cristal con que se mire.