Creo que, inconscientemente, siempre me
han atraído los perdedores. Desde pequeña, siempre me gustaron las novelas
protagonizadas por dramáticos amores y personajes atormentados por la culpa o
la tuberculosis.
Solía empatizar mejor con los tímidos,
los diferentes y los personajes. Las chulillas del barrio o los guaperas del
instituto me daban grima, quizá porque sabía que, pese a tener posibilidades
parecidas, mi carácter nunca me permitiría formar parte los que eran como
ellos. Aun así, siempre pasé desapercibida y ajena a los encasillamientos.
Cuando me mudé a donde ahora vivo, me
hice amiga de la bigote. Las otras niñas se metían con ella llamándola de esa
forma. Y yo, unida a su dolor por mi oculto pasado de cabra montesa, la
defendía diciéndole a las otras que eran todas unas putas.
En el colegio, me hice amiga del grupito
de los repetidores. Se sorprendieron de que alguien como yo -delicada, tímida y
bonita- prefiriese el lado salvaje de la vida a pasarme las tarde viendo a los
cachas jugando al baloncesto.Con ellos era todo mucho mas emocionante, nos
saltábamos las clases para aprender de la calle.
En el instituto corrí peor suerte. Mis
tres amigas eran las mas pavas del planeta. Sus madres no las dejaban jugar en
los recreativos, advertidas de su enrarecido ambiente por el vicio de los
jugadores de futbolín. Está de más decir que les tenían prohibidas las fiestas
del instituto, por lo que tenía que vérmelas sola si quería un poco de emoción
en mi vida.
Én las fiestas entraba siempre como la
que busca a alguien. Luego, con un calimocho en las manos por fin ocupadas,
hacía como la que espera. Siempre acababa acercándose alguien. Un joven
profesor alucinado y atraído por tal independecia, o algún chaval de mi calaña.
Un día organizaron una acampada. Mis
amigas, a las que prometí llevarles juegos de cartas, cintas de Los lunes
y galletas, aceptaron venir conmigo. Una vez allí, en cambio, deseé que no
hubieran venido. Encerradas en una cabaña de madera, con pipas, cocacola (sin
aspirinas) y chorizos en el fuego, yo escuchaba de lejos las risas de la cabaña
de las borracheras. Eran todo chicos, y se lo estaban pasando de puta madre, no
como nosotras.
Cuando anocheció, desperté de repente de
un sueño consciente, y aturdida aún, salí con naturalidad de la cabaña. Llevaba
las gafas puestas, pero para darle más emoción al asunto, me las guardé y
empecé el camino a ciegas. La claridad era imperceptible, y tuve que guiarme
por la intuición y las voces de los de 2ºB. Como dentro de una de mis novelas, El
mundo de Ben Lightar, en la que un chico describe las sensaciones ante su
nueva ceguera, allí andaba yo, en el monte, de noche cerrada, con 3 dioptrías,
y asqueada de mis amigas. Me sentía como el protagonita de El perfume
versionado por Dostoveski. Inevitable y endemoniadamente atraída por unas ganas
locas de que me pasaran cosas de una vez.
Llamé a la puerta, y al rato me abrió un
chico al que solo podía intuir los rasgos, que me dijo que entrara. Hacía mucho
frió, asi que, sin siquiera decir hola, me acurruqué junto a unas espaldas
dormidas, con los oídos aguzados por si alguién se dirigía a hablarme. Me
atormentaba la idea de qué iban a pensar de mi. ¿Estará loca? ¿borracha?
¿entripada? qué rara... Y yo sólo quería decirles que me sentía sola, que
también quería reirme un rato, beber, cantar, y contar historias. Sin embargo,
un ataque repentino de timidez me dejó muda. De todos modos yo sabía por qué
estaba allí, y era lo que importaba.
Acabé mudándome a un instituto nocturno.
Tenía un profesor de filosofía que se enrrollaba con las alumnas, un profesor
de literatura que se saltaba el temario oficial para darnos a conocer a Borges
o Cortázar, y un profesor de matemáticas que comía pipas explicando las
derivadas. Era el paraíso. Pronto, formamos unos cuantos la pandilla más friki
del nocturno:
Simón era un chico que medía dos metros
de largo y ancho, con cara de malo, malo. Hasta que sabías que le gustaba
disfrazarse de los de Star Trek, y que era muy divertido tomar carrerrilla para
darle un abrazo, y entonces le veías cara de bonachón.
Carmela fue la que nos unió. Estaba
enamorada de un chico gay, su novio era secretamente gay, y vivía en
Torremolinos, el paraíso gay. Le gustaban los Héroes del silencio, las
películas, pintarse los labios de azul y hacer fiestas en su casa.Siempre se
escondía en el baño a liarse los canutos, mientras su madre me repetía por
enésima vez que si se nos ocurriese bañarnos con un hombre en la misma bañera.
Yo las quería mucho.
Séphora hablaba con la Vírgen , tenía viajes
astrales y siempre te preguntaba si era guapa. "Pero...¿yo soy
guapa?". Su madre era la reencarnación de Nefertiti, y su hermana, actriz,
siempre llevaba un revolver de mentira en el bolso por si salía su otro yo,
Ronda Makensi.
Y yo era a la que echaban siempre de las
discotecas por consumir espufacientes mas propios de un parque, o por
reivindicar una identidad propia a los porteros.
Ahora, despues de haber experimentado
estar al lado de
los insensibles, los sensibleros
los que tienen un coche comprado por papá
o una bici de 500 euros
los que gastan sus neuronas en los after
o viendo La isla de los famosos
los que meditan en un futón de 200 euros
los que son hipies por 150 e. de
peluquería y levi's cagaos de otros 150.
los de ligues de miradas desencajadas por
los ocho cubatas
los lectores de Bucay y Él código da
Vinci
...
estoy muy orgullosa de salir hoy del
armario y confesarles que, aunque no se me note (:P): SOY FRIKI. Ea.
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