lunes, 31 de mayo de 2010

El precio del ser




Este sábado noche acabé en pelotas en plena calle bajo la lluvia.
No porque me hubieran violado, ni siquiera por estar jugando a Mi vida sin mí o a reconocer a Dios en los pequeños detalles en plan Amelie.

Sólo fue porque llovía, y casi podía tocar el mar y la montaña a la vez, y acababa de echar el polvo del siglo con el mejor hombre del universo. Que encima está bueno que te cagas, es mucho más joven que yo y se ha comprado una casa junto a un campito pa vivir conmigo que soy un desastre.

Y había una luna llena enorrrme. Y las luces de los coches alumbraban mi cuerpo, extasiado aún a pesar del frescor pluvial. Y tenía un buen rollo que pa que, ¡y pa qué me iba a poner la ropa otra vez!

En eso que vi junto a mí una lechuza apoyada en un ceda el paso. Casi me da algo.

Es uno de mis bichos preferidos, y con 32 años que tengo manda huevos que nunca había visto una en persona, y estaba ahí...con los mismos ojos que los míos, preparada para cazar hasta que se lanzó planeando sigilosa hacia su víctima.

Y no, a pesar del extasioso momento no pensaba en Dios, sino en Paco, un conocido que a veces hacía cosas asquerosas, según él para conseguir algo de pasta.

Por sólo cinco euros que juntaran sus colegas pa echarse unas risas a su costa era capaz de tragarse un bote entero de ketchup o un culillo de cerveza con cenizas. Todos creían que hacía esas cosas desde que le diagnosticaron esquizofrenia tras su paso por la mili, pero yo siempre pensé que lo hacía llana y simplemente porque le daba la gana.

No digo que no tuviera esa enfermedad -que vete tú a saber- sino que muchas veces uno se camufla como sea o de lo que sea con tal de darse el gustazo de hacer lo que realmente le apetece.


Lo de pedir dinero puede que sólo fuera una excusa para pasar desapercibido su punto excéntrico, igual que sacar al perro para los mirones o los carnavales para los frustrados transformistas.

Nunca me gustó llamar la atención y, para no ser censurada, empecé a copiar a Paco en eso de pedir dinero, que de paso me ganaba unas pelillas. El "¿Cuánto me das si...?" se convirtió en mi frase fetiche, y encima me hacía parecer una chica divertida.


Y así, por supuestas apuestas, empecé a permitirme ser más animalilla de lo poco que una humana se deja ahora ser. Comer algo del suelo o restos de los bares; probar cosas supuestamente asquerosas sólo por curiosidad; pegarle lametazos a los animales o jugar como uno de ellos; bañarme en pelotas en la playa; abordar a desconocidos; o enseñar las tetas cuando pasaba un autobús lleno de gente.

La pena es que con esto de la crisis ya nadie suelta un euro así lo maten, ahora está difícil hasta trabajarse el ser. Por eso mismo la otra noche pasé de sacar el "cuánto me das" y, con el cuerpo y el alma aún palpitando de placer, salí a mojarme bajo la lluvia.

 
En pelotas. En Picaceite. Tan ricamente.
Contigo, mi niño.




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