lunes, 8 de febrero de 2010

Tiempos de Síndromes




Es un poco raro que fuera precisamente el desprendido Diógenes el filósofo adjudicado al síndrome del que padece acumulación. A no ser que los que ponen los nombres a los síndromes sean unos cachondos irónicos... Yo de síndromes no entiendo, pero me parece que eso de clasificar conductas, o meter por narices ciertos estilos de vida en el saco de los trastornos psicológicos es injusto, o cuanto menos simplista.

Mi mejor amigo también tenía la casa llena de cosas, hasta arriba. Si bien no llegaba a ser basura, sí tenía millones de trastos inservibles (al menos en un presente inmediato), por todas partes. Todo empezó por culpa de su padre, que a todo le veía utilidad y nada quería tirar. Me imagino que haber vivido tiempos de hambre y guerra, y tener ideales contrarios al consumismo insostenible, hacían mucho.

Además, aquel ambiente diogeniano pasaba desapercibido por el carismático y oscurillo tono de un hogar estancado en los 70: el mismo sofá, los mismos azulejos, los mismos cuadros, las mismas cortinas, la misma cocina, la misma vajilla, el mismo baño..., hasta la misma ropa seguía rondando por aquella casa después de muchas décadas. Es más, alguna que otra camisa de cuadros adquirida por ellos en los 80 había pasado a mis manos en mi época machorrilla de los 90, para volver a ser usada por ellos de nuevo en el 2000, y volver a mis manos ahora que vuelven a estar de moda los cuadros. Pero eso se llama aprovechar las cosas, ¿no?.

La cosa es que, aunque ya estuviéramos acostumbrados a ver la casa así, aquello normal tampoco era. Había llegado a acumular por toda la casa un MONTÓN de cacharros y recambios de maquinarias, cientos de tornillos, decenas de latas, tubos, botes, muelles, cuerdas, cubos, tarros de cristal,..., de todo.

Reconozco que a mí me encanta ese rollo. De hecho yo misma soy de las que lo colecciona todo, desde los tornillos o hojas raras que encuentro hasta las conchas o piedras bonitas de la playa. Recojo de la calle todo lo que veo bonito o creo aprovechable, con la ilusión de poder comprarme un terreno algún día para construir una catedral para ateos, de esas recicladas. Además, soy casi incapaz de tirar los tarritos de cristal de los yogures, o pasar de largo delante de muebles o juguetes puestos en la basura.

La cuestión es que en casa de mis amigos ya se hacía difícil vivir cómodamente. El padre, para colmo, hasta había dejado de consumir alimentos que él consideraba un lujo. Pero no lo hacía por no gastar, ya que a sus hijos les llenaba la nevera (también de los setenta) con lo mejor. ¿Sería por solidaridad con los que pasan hambre?, ¿sería por ser consecuente con sus ideales? No sé por qué lo hacía, pero rechazaba cualquier comida rica o capricho, y con un cacho de pan duro y el tomate que antes se fuera a poner malo parecía contentarse.

Quizá sí estuviera enfermando de algo, no sé lo que dirían los psicólogos. A mi me da que tenía carencias afectivas, que estaba harto de tanto luchar, y que no le encontraba sentido a su trayectoria vital. Quizá abandonarse de tal modo era su forma inconsciente de revelarse contra la propia vida. ¿También se considerarán enfermas las marujas que coleccionan millones de figuritas de porcelana y fotos de comunión? ¿y las que compran compulsivamente en las tiendas de los chinos o en los centros comerciales? Supongo que será como cuando queremos solucionar la soledad, la tristeza, o estar perdidos a base de lexatines, comida, internet, o sexo compulsivo... No tiene mucho sentido. Está todo tan disfrazado, tan esterilizado y tan planchado que todo lo que huela a vida parece haberse vuelto antinatural...

¿Por qué pensará la gente que voy a enfermar cuando me como una gominola que se me ha caído al suelo, cuando la pulcritud exagerada es lo chungo? ¿por qué huiremos de las personas que duermen en los cajeros, cuando habría que tener miedo a los que trabajan dentro?. ¿De qué sirve tanto ir al psicólogo o el psicoanalista sino para darse una excesiva y egocéntricamente peligrosa importancia a uno mismo? El mundo ha perdido el norte... El otro día, por ejemplo, mi amiga la psicóloga recibió como pciente a una chica preocupada porque a veces estaba triste. Nos ha jodío.

Ahora, hacia el final de sus días, el padre de mi amigo ha tirado todos los trastos, aunque a veces se acuerde de ellos. Ha adecentado la casa, ha puesto pintura de colores en las paredes, muebles nuevos... Yo creo que por fin ha conseguido asimilar que la vida es así, tierna, dura, triste, alegre o difícil. Ha aprendido a dejarse ayudar, a compartir los problemas y las ansiedades. Pero sobretodo parece haber entendido la suerte de que la cosa sea tan simple: la única condición para vivir es esa, vivir.

Eso sí, sigue fabricando los ventiladores o los bastones con desechos de otras cosas, y las boinas con mangas de jerseys viejos; lleva la ropa o los paraguas de los años catapún, y a veces me sigue preguntando por qué no hipoteco aquella chaqueta de cuero de 2ª mano que le regalé en los 90 a su hijo, y que luego pasó a su otro hijo, más tarde al primo, después a mis hermanos, y ahora está la pobre desaprovechada en su armario.

Ays, estoy loca por él.

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