En el colegio, muy pequeña, llevaba gafas de culo de vaso para poder divisar los escritos en la pizarra. Y aunque el hábito no hace al monje yo me sentía una gafotas, y cómo no también una empollona. En el recreo pasaba de irme al patio, había asumido tan bien mi personalidad que prefería estar en la biblioteca descubriendo nuevas lecturas. Cuando llegaba al barrio, en cambio, sentía que aquella forma de ser y parecer no se adecuaba a mis necesidades.
Hasta que un día, tras una excursión, mi
hermano me dijo que estaba muy guapa y favorecida por los colores en las
mejillas. ¡Milagro! pensé. Si éste -con el que me entiendo a patadas- me ha
dicho eso...debo estar guapa de la hostia. Así que ese día hice una prueba: me
quité las gafas para salir a la calle. Me busqué una ropa más femenina, me
solté el pelo, y acudí al cumpleaños de mi vecina, donde no exagero al decir que
algunos ni me conocieron. Una vez allí fui notando animada cómo conforme mi
captación de la realidad iba disminuyendo mi autoestima se iba incrementando. Y
no es que estuviera borracha ni nada -tenía 9, y no empecé a beber hasta los
12-, sino que el hecho de no ver tres en un burro hacía que tuviera que echarle
mucha imaginación a la existencia. Y a mi en eso no me gana ni Dios...
Llegó un momento en el que, no sé ni
cómo, parecía que me había transportado al final de "El perfume",
solo que Suskind había cambiado aquella tarima mortal por la cabina de
teléfonos de mi barrio. Cuatro niños me metieron allí con ellos y, entre
esfuerzos por zafarme y gritos, me metieron mano por todos sitios. Nunca
olvidaré la sensación: estaba flipando. No es que se me despertaran deseos
desconocidos, fue más bien el hecho de sentirme tan deseada, que me hizo
comprender la fuerza del ego y el poder de la autoestima.
Desde ese día no he vuelto a usar las
gafas, claro, y bajaba a la calle como Rocky entrenando en aquellas escaleras:
triunfadora. Todos los chicos querían salir conmigo, tenía que rodear mi puerta
y entrar por detrás porque me esparaban siempre unos cuantos a la entrada del
edificio. El perfume que emanaba y que tanto les atraía no era otro más que la
confianza y el poder. Las niñas empezaron a pelearse por ser mi mejor amiga,
los chicos discutían sobre a cuál había mirado primero...parecía increíble, y
todo por unos cristales que en realidad me servían para ver con más claridad.
En el colegio, en cambio, sí tenía que
llevar las gafas: desde entonces creo que tengo doble personalidad. Como en la
peli "Angel: estudiante de día prostituta de noche", cuando llegaba
el día me ponía el hábito de buenecita gafotas a la que nadie miraba. Hasta que
empezó a revelarse la parte poderosa incluso allí, y empecé a ejercer de
ambigua. Normalmente iba por el recreo con dos pavas secuaces defendiendo a los
desvalidos, pero un día se me ocurrió hacer lo contrario. El juego se llamó
"ángel y demonio": uno día defendíamos a los acomplejados, y otro les
hacíamos unas trastadas que pa que. Los pobres pensarían que estábamos como
cabras, y mis amigas fijo que también.
Ambas personalidades me atraían por igual
y las llevaba a cabo con toda mi buena consciencia. Desde entonces soy así, buena-mala,
comprensiva-intolerante, triste-feliz, malhumorada-cordial, guapa-fea,
cegata-gafotas. Eso sí, cada día soy más consciente de que el secreto de la
felicidad está en la ignorancia. Sí, cuanto menos veamos-sepamos, más felices y
confiados seremos, mejor concepto del mundo y de nosotros mismos tendremos, y
más disfrutaremos.
Aunque siempre podemos recurrir al sabio
refranero popular para sobrevivir a la tan ansiada sabiduría: todo depende del
cristal con que se mire.
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