viernes, 21 de marzo de 2008

La triste y tonta historia de la tierna ingenuidad que se quedó tiesa como la mojama






Hoy decidí salir de casa con la sonrisa puesta. La tarde nublada, que normalmente tan triste me pone, hoy en cambio me parecía de una belleza fuera de lo común. Los pajaritos cantaban, las nubes se levantaban, que si, que estaba mas feliz que una perdizzz (en escabeche).

Tururúuu, canturreando con mi querido mp3 por las calles de la ciudad iba pensando en lo bonita que es la vida, y lo que me gustaría conocer a todas las personas que se cruzaban conmigo. La maruja con berenjenas asomando por el carrito a cuadros de la compra (¿haría mañana una rica musaca?); los perros persiguiendo como locos la pelota de tenis; las niñas muertas de risa maquinando como joder al chulillo del barrio; o los enanos subidos en bicis mil veces mas grandes que ellos. Que ganas de unirme a todos ellos, de jugar al elástico, al pilla pilla, o poner verde a la vecina del quinto.

En los pasos de peatones miraba a los conductores despistados sacandose un moco, o poniendo caras sexis en el retrovisor. Cómo deseaba abrazarme a todos, decirles que aunque no los conociera ya formaban parte de mi hipie corazón.

Por fin visualicé a la víctima ideal para satisfacer mi necesidad social de hoy, y de paso hacer la buena obra del día. Al fondo del parque había un viejecito sentado en un banco mirando con cara penosa a los que pasaban a su lado.

-Pobrecito- pensaba con mi romántica perspectiva. Seguro que sus hijos ni lo visitan, que sus nietos están demasiado entrenidos con la play y solo lo buscan para recibir la paga, y por eso se sienta todas las tardes a esperar que alguien le de un poco de compañía.

Sintiendome como la madre Teresa de Calcuta, extasiada con desmesura por tanto buen rollo, decidí acercarme a preguntarle como iba la tarde, y sentarme un rato a su lado para hablar de los viejos tiempos.
Cuando estaba casi a la altura del pobre ancianito, y mi boca empezaba a abrirse para pronunciar mi bondadoso "hooola, buenas tardes, que tal va el día!?", observe como se traía algo entre manos.

-¿Estaría tejiendo una canastita de esparto para ir a recojer hierbas del campo?-

Pues no, lo que tenía entre manos estaba justo en su entrepierna. Una cosa amorfa, de color rosado, subía y bajaba con un ritmo espectacular y acompasado. Sí, estaba tocando la zambomba.

Mi cara de felicidad se transformó en asombro, y pronto pasó a ser de tal mala hostia que no pude ni seguir de largo. Intentando apartar la vista de la grotesca escena, sentí como mi cabeza empezaba a dar vueltas al estilo de la niña del exhorcista.

-Qué manera de joderme la vida!!!- Le grité, y seguí mi paseo indignada, echando humo por las orejas, con pasos largos y tan pesados que hacían temblar las baldosas de las aceras. Por culpa del cerdo del viejo había pasado de ser Heidi a parecerme a Gozilla.

Mi subconsciente empezó a rescatar los momentos más traumáticos de mi truncada ingenuidad.
Uno fue el día que me contaron que Juanito Valderrama le pegaba a su mujer. El cantante, del que me sabía todas las canciones de tantas vueltas en el coche con mi abuelo desgañitados al compás del emigrante, ya formaba parte de mi vida sentimental. Lo apreciaba como si formara parte de mi familia. Fue realmente duro, mientras escuchaba destripar su vida privada, solo podía visualizar la estatua de Sadam siendo derribada, pero con sombrero cordobés y ojos achinados.

Otra vez fue cuando supe que Doña Florinda era la mujer del Chavo del ocho en la vida real.
-Por Dios, que ganas de quitarle la ilusión a una, con lo feliz que soy yo en mi ñoña burbuja...-

Las cosas no son nunca lo que parecen. Y aunque uno pueda imaginarse el mundo a su forma, con la tierna ingenuidad del que parece ser feliz en su ignorancia, quizá sea mas sano saber como funcionan las cosas. Quizá sea mejor desconfiar de todo y todos, bajar de las nubes, y no fiarse ni de los abuelitos que hacen canastitas de mimbre, porque en sus ratos libres también tocan la zambomba.

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