viernes, 18 de diciembre de 2009

Dulce Navidad


Otra vez la Navidad. Otra vez a gastar y gastar en regalos absurdos, cenas con los del spining, con los de la facultad, los del curro, los primos de Cuenca, los amigos del barrio, los de la infancia... qué coñazo. Aunque yo tengo una gran suerte, porque ni voy a spining, ni tengo curro, ni primos, ni amigos en el barrio, y menos de la infancia. Eso si, de la facultad no me puedo librar.

El otro día una de mis profesoras nos instó a llevar a clase patatas, refrescos, polvorones y alguna pandereta; los villancicos los pondría ella. Yo, que -aunque apenas se note- le llevo 10 años a mis compañeros y encima no hablo con ellos más que para pedir apuntes que nunca consigo, no estaba muy convencida de la convocatoria. Pero aún asi, para que luego no me llamen antisocial, preparé una empanada el día antes para unirme a la alegría del populacho.

Al despertar me decía todo el rato "tienes que ir, tienes que ir", "no te quejes tanto y ve". Al final, como era de esperar, acabé sentada en un banco que encontré por el camino hacia la facultad. Estuvo bien, nos comimos la empanada entre un perro callejero, dos viejecicos y yo. La verdad es que los perros y los viejecicos suelen gustarme infinitamente más que los jóvenes de mi facultad, parecen más agradecidos, no me miran raro por no ir a la moda o disfrazada de alguna tribu urbana, y encima me dan conversación.

Eso me hizo darme cuenta de que no es que yo no sea sociable, ni incapaz de dejarme invadir por el espíritu navideño. Lo único que pasa es que me siento más cómoda en situaciones surgidas de forma natural, y no entiendo eso de tener que pasarlo bien por pantalones con gente con la que realmente no tienes ganas de estar -aunque sean tus compañeros o tus familiares-.

En mi casa al menos la cosa suele tornarse un poco deprimente estas buenas y viejas noches. Mi madre se pone de los nervios de tanta cocina y es mejor ni mirarla porque muerde. Mis hermanos sólo aparecen para comer estilo Simpsons y desaparecer por arte de magia. Yo me agarro a la botella de champán para subirme el ánimo e imaginarme que lo estoy pasando que te cagas, mientras intento no votimar de ver tanta comida junta de la que estoy empachada desde noviembre.

Luego toca sentarme frente a mi adorada tele junto a mi madre la histérica y su hermana la borde, que normalmente se llevan a matar pero ese día hacen esfuerzos sobre humanos para sacar la sonrisa navideña y que no se les note el asco que se tienen. En esos días hasta el mensaje del rey es recibido como un soplo de aire fresco en mi salón, al menos durante esos minutos no tenemos que dirigirnos la palabra. En la calle se escuchan petardos, risas, taconeos, teléfonos, timbres por las visitas..., pero a mi casa sólo vienen los de siempre: Raphael, Georgie Dann y Ramón García.

Es entonces cuando llega la hora de irme a la cocina a fregar la vajilla -la buena-, que con eso de que es Navidad mi madre decide usarla enterita. Todas las jarritas, salseras, bandejas, platos llanos, hondos y de postre, y copas para agua, vino y champán, para que se note que tenemos los juegos completos. Pero no me quejo, el fregoteo dura incluso más que el discurso del Rey, y para entonces sólo me resta tragarme dos o tres temazos navideños antes de irme a dormir.

Es todo tan raro, a mi con quien realmente me gustaría estar es con mi chico, pero a él también le hacen chantaje emocional para estar con una familia con la que no le apetece cenar. Támbién me gustaría cenar con dos buenos amigos que estarán solos porque no tienen familia ni amigos con los que estar. O con aquellos viejecicos tan simpáticos del banco y la empanada, o los perros callejeros de mi barrio. Si por mi fuera llenaría mi casa de gente que de verdad tuviera ganas de estar, y realmente supiera disfrutar de una comida especial, hasta montar una cena alternativa surrealista, como Buñuel en Viridiana, que por lo menos estaban animaos...

Pero la vida es así, y la Navidad también, y creo que acabaré como siempre, inflandome de turrón de chocolate porque ya se ha acabado el champán, estoy ciega, y necesito sentir de una puta vez eso que dicen de la dulce Navidad.

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