miércoles, 22 de julio de 2009

Con las manos en la masa


La comida siempre ha estado asociada al ocio, la salud y el bienestar. Antiguamente las madres cebaban a los niños como una pretendida vacuna, y de camino presumir de poder adquisitivo ante las vecinas. En las últimas décadas, en cambio, el problema es el contrario: si no entras en una 38, no vas al gimnasio, y encima te sobran 5 kilos, eres casi un deshauciado social. Este mundo no hay quien lo entienda con tantas modas absurdas.

Mi primera palabra no fue papá, o mamá, fue pehcaito fito; y el día que arranqué a hablar dije: mamá, dame la melenda!. Mi madre nos enseñó a comer de todo desde pequeños, aunque creo que enseguida se arrepintió, porque la compra de la semana en mi casa duraba unos 15 minutos. Cuando venía alguna niñera a cuidarnos salía asustadísima: "señora, le había hecho una tortilla de patatas para cenar a los niños, pero viendo que seguían mirándome fijamente les hice otra, y otra..." Un día, al despertar, vimos que le había salido un candado al frigorífico ¡¿?!, menos mal que erámos lo suficientemente pillos como para que una simple cerradurucha se interpusiera entre nosotros.

Y es que los niños de antes sí teníamos vida, y eso consume muchas energías. Nos pasábamos el día en la calle dando tumbos, robando en el super, robando en el kiosco, robándole a la vecina... A ésta última le dimos un día un buen susto: esa semana mi madre no había comprado tonterías y en el super ya nos tenían el ojo echado, así que la desesperación nos llevó a hacer un atraco a lo grande. Sustrajimos la llave de las emergencias cuando todos habían salido y entramos sigilosamente en casa de la vecina para ver qué escondían los armarios de su cocina. El botín ascendió a un paquete nuevo de galletas artiach de nata, una caja de campurrianas a medio gastar y un batido de chocolate. Pero ya que estábamos, decidimos quitarle la hucha a los niños vecinos para comprar futuras meriendas en el súper.

Por un momento pensamos en la pena que podíamos inflingirles a nuestros pequeños convecinos, pero qué coño, eran unos pijos, y mi abuelo -rojo hasta la médula- nos había enseñado ya eso de que "o todos moros o todos cristianos". Antes de salir de la casa, claro, se me ocurrió la última brillante idea: si alguien había entrado a robar se debería notar... Así que como despedida abrimos y vacíamos en el suelo todos los cajones de la casa, en una mezcla de diversión, temor a ser pillados y gustazo.

Otro día le robamos a mi madre 5.000 pesetas. A la pobre, sin trabajo, de alquiler, y sola con tres niños, eso le suponía una verdadera fortuna en aquella época, pero las ansias zamponzurrias tiraban demasiado. Fuimos a la tiendecilla del barrio en plan ostentoso con el enorme billete creyendonos los nuevos reyes del lugar, pero en cuanto la señora nos vió nos largó de allí a escobazos segura de que se lo habíamos robado a alguien. Menos mal que había llegado ya el capitalismo salvaje al barrio: en el súper no harían preguntas. Compramos canapés, fuagrases, fuets, patatas fritas, frutos secos, pasteles, galletas..., y casi como en "La gran comilona" de Marco ferreri, nos escondimos en un solar ante la noticia de que mi madre andaba búscandonos como una loca. Ya que se acercaba el infanticida final de nuestros días, había que hacer una despedida a lo grande: invitamos a los niños más humildes del barrio, hicimos un fuego, nos sentamos alrededor, y nos dispusimos a zampárnoslo todito hasta reventar.

Es así cómo comenzaron las aventuras y desventuras de unos niños pobres de buen zampar.

 

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