viernes, 28 de noviembre de 2008

La conquista de la inocencia


Nació abriendo los ojos fuerte y se buscó el rincón más alto. Luz debajo de las mantas, una tienda de campaña donde se escondía de los de afuera. Jugaba a las cosquillas y los besos de mayores, a decir palabras feas y a cantar por un micrófono que ya ni funcionaba.

Cuando se veía desde fuera y llegaba la vergüenza se hacía la invisible. A veces se doblaba el lóbulo de las orejas hacia dentro, introduciéndolos en el orificio del oído hasta que se pasara el gordo fresquito. Le gustaban los botes con botones y el olor del pegamento. Sus tesoros eran tres canicas y un poco de mercurio. Odiaba la clara de huevo y la laca.

Tenía una amiga al final de la calle. Volvía a casa corriendo, y en el portal tomaba fuerzas para subir más deprisa huyendo del miedo. Se ponía flores en el pelo y llevaba siempre colgado un bolsito encontrado donde guardaba todo lo que seguía encontrando. Fabricaba pulseras de lana trenzada y las vendía poniendo cara de pena para comprarse galletas. Se sentía libre en los descampados. Hacía hogueras, estudiaba a los bichos, y jugaba con el perro que luego la acompañaba al colegio.

Aprendió a leer antes que nadie, y se bebía los libros que la salvaban de la vulgaridad de siempre.
Cuando llovía fingía darle fobia las lombrices para que alguien la cogiera en brazos. Aunque tímida, hablaba con todo el mundo. Hacía visitas por sorpresa, regalitos, y cambiaba de amigos cada seis meses. Contaba el número de veces que pasaban coches rojos, y usaba sujetador aunque no tuviera pecho.

Lloraba con el corazón encogido el primer y el último día en los campamentos. Tiraba desde su infinita ventana mensajes enrrollados en lápices de colores, e imaginaba las vidas de las luces a lo lejos. Se encogía con los problemas, hasta que se reía de ellos sintiéndose fuerte. No soportaba las rivalidades y los egoísmos desmesurados. Quería que todos fuéramos compañeros y se frustraba mucho al ver la imposibilidad de ese sueño.

Quería ser mayor para trabajar y tener dinero. Con su primer sueldo se compraría una tarta enorme de merengue para meter la cara dentro, cien libros y películas, y muchos cepillos de dientes. Un día se encontró mil pesetas y invitó a una desconocida a comer perritos calientes.
Odiaba el tabaco y el café la ponía mala. En cambio, probaba la savia divinorum para alcanzar una nueva dimensión sensible, y los hongos para ver si era verdad eso de que uno se reía mas rato.

Se pasaba la vida dentro de los libros, la música y las películas. Cada cierto tiempo salía por si aquella vez sí merecía la pena compartirse con otros seres. Alquilaba familias, casas, camas, sonrisas y caricias. Y cuando se cumplían los contratos volvía a empezar de nuevo. Tenía complejo de forastera y ocupa, quería tener su propia familia, casa, cama y sonrisa.

Un día ya no quiso intentar nada de nuevo. Pero la tentación por las historias, típico de poetas fallidos de existencia, la sedujo de nuevo y como nunca... hasta darle un puñetazo en el estómago y los sesos, en la poquita inocencia.

Ahora se niega a tirar la toalla. La vulgaridad oprime y desespera. Pero aún confía en las almas errantes ajenas de miedo y verguenzas, que acabarán por unirse al fin desprovistas de tanto vacío y recelos.

 

No hay comentarios: