
Me llamo María, tengo ytantos años, y NO
me gusta salir de marcha.
Parece la presentación del primer día en la terapia de un centro de raritos, lo
sé, pero es solo un intento más de demostrar que la vida existe más allá de los
sábados por la noche.
El sábado pasado tuve mi última aproximación al apasionante mundo de la
sociabilidad nocturna. Mis amigos, a los que hace dos o tres años que no veo
-porque, como la mayoría de amigos, solo aparecen los findes por la noche, como
los gremmlis malos- me dieron un ultimátum, así que me armé de valor, y acepté
la temida invitación.
Sobre las diez y media, y después de haberme pasado una hora intentando
disfrazarme de chica mona acostumbrada a salir que se lo pasa genial en los
bares y que va a pillar cacho como sea, me senté en el sofá a esperar que me
llamaran. Sobre las 0:30, cuando la digestión de la cena y “Noche de fiesta”
habían empezado a hacer su somnífero efecto, el móvil me despertó. La Jeni, muy animada ella, ya me
estaba regañando: “¡Mari, que te conozco, espabílate que nos vamos de
marchaaaaa!
Con el cuerpo cortado, intenté guardar el equilibrio sobre los tacones y me
dispuse a bajar a por el coche. Concentrada, despacito, pegada a la pared, y
agarrándome a todos los árboles y farolas que encontraba a mi paso, conseguí
llegar hasta el vehículo mientras me acordaba con cariño de mis zapatillas, y
de la familia entera de la
Jeni.
Mi vecina de arriba me observaba desde el balcón más contenta
que unas castañuelas, ya tendría tema para el café del domingo. Me la imaginaba
como Chus Lampreave en “Bajarse al moro”: -La del cuarto salió anoche de su
casa borracha. Borracha, o vete tú a saber. Seguro que se pincha las plantas
esas de porros que tiene en su terraza. ¡Yanquis, que son unas yanquis!-
Después de buscar aparcamiento durante más de media hora, y al llegar a la
plaza de siempre, pude comprobar con asombro que estaba totalmente vacía. Como
en "Abre los ojos", miré desconcertada en todas las direcciones, y
alucinada me froté los susodichos
-¿se habrán hecho realidad mis deseos?-, pero no, la Jeni me bajó de la nube para
decirme de nuevo por el móvil, muerta de risa, que la zona de botellón hacía
meses que la habían trasladado. -Si es que no te enteras de ná, ¡atontá!-
Millones de niñatos exaltados por los lingotazos poblaban a grito pelao el
nuevo lugar. Yo, cubata en mano, intenté cambiar mi estado de ánimo antes de
echarme a llorar: si no puedes con el enemigo, ¡únete a él!
Los bostezos fueron desapareciendo con la primera copa, aunque tras la quinta
fueron sustituidos por la cara desencajada y el habla gangosa, que no sé yo qué
es peor.
Cuando nos acabamos las tres botellas de wisky, dos de ron y una de ginebra,
levantamos el campo para dirigirnos a los bares. Y con los andares más
resueltos gracias a la borrachera, llegamos al momento estrella de la noche:
aguantar estoicamente interminables colas en las puertas de los bares.
Cuando por fin llegó mi turno para entrar al local, un gorila de 2x2 me paró en
seco con su brazo extendido sobre mi cara para dedicarme las palabras más
cariñosas de la noche: ¡Tú no!
Yo ya pensaba que peor no podía ir la cosa, y que pronto estaría por fin en mi
dulce hogar, cuando vi aterrada cómo, debajo del sobaco del gorila, mis amigos
estaban casi de rodillas para suplicar que me dejara entrar, intentando
convencerlo de que soy buena persona, solo que un poco desaliñada porque
acababa de llegar de trabajar –Pues como no piense que soy puta…-
Entonces, con el orgullo por los suelos y ganas de morirme, o de cambiar de
amigos como sea, entré al local y me di cuenta de que allí no cabía ni un
alfiler. Respiré hondo y, tras media hora de apretujones hacia la barra y ocho
euros por un cubata, encima me dicen que me lo beba rapidito porque los locales
cierran a las cuatro.
Pero decidí no amargarme, era mi noche de aventuras, y ¡había que aprovechar
esa media hora como sea!
La música no parecía acompañarme en mi plan para triunfar, el Canto del Loco
sonaba en la pista y yo, sin saber cómo demonios se bailaba aquello de la madre
de José me está volviendo loco, empecé a pegar pequeños saltitos mientras le
echaba el ojo al que tenía más a mano.
Cómo no, era alguien igual de borracho que yo, que -con la misma desesperación-
me miraba con los ojos muy abiertos hasta que se atrevió a acercarse:
-Hola, guapa. ¿Cómo te llamas? Nunca te había visto por aquí. No sé si sabes
que esto cierra ya. ¿Vendrás el próximo sábado?”-
-Me llamo María, ¡y NO me gusta salir de marcha!